El pediatra lo supo antes que nadie: Nicolás Capogrosso iba a ser un nene grande, más grande que la media. Los estudios de medición de altura así lo indicaban y la jirafita que se usa para seguir el crecimiento de los chicos es testigo de eso. Aún hoy, en la casa familiar, la regla y las marcas en la pared dan cuenta de cómo Nico rompió los parámetros, que cada año creció más de lo normal. Siempre fue alto e inquieto. Tan inquieto que sus papás Néstor y Florencia se atreven a decir que recién durmió muchas horas de corrido a los 4 años, a la vuelta de la primera práctica de fútbol. Respiran hoy, aliviados por ese descanso, como si fuera ayer. Pero se ríen también: esa inquietud fue el motor de la vida de Nico, quien desde el 23 de julio disputará sus primeros Juegos Olímpicos, los de Tokio 2020 postergados una temporada por la pandemia, devolviendo así al beach volley masculino argentino a esta competencia tras Beijing 2008, en dupla con el entrerriano Julián Azaad.
Aquel pediatra asombrado no fue el único. Porque al tiempo que Nico fue vinculándose a los deportes cada entrenador fue abriendo grande los ojos por ver cómo, con semejante altura, era tan ágil. Lo de Nico, estaba bajo el sol. Tenía todo para ser deportista. Y sobre todo, tenía un amor fuertísimo por los deportes. A los 4 años empezó el despunte. Claro, la primera intención familiar fue que ese nene canalizara energías por algún lado, al tiempo que vino el vislumbre por las cualidades. Así que, mezclando pasiones, fue por el fútbol, al Newell’s de su corazón, a Malvinas. Apenas lo vieron lo mandaron al arco y a él le encantó. Encontró un primer lugar en el mundo. Esa noche, aunque ya tenía cuatro, durmió como un bebé.
La exigencia de Nico con todo lo que hace es enorme y la capacidad para abstraerse del entorno y focalizar en eso que quiere lo muestran en su esencia máxima. Hace algunas semanas, previo a lograr la clasificación para los Juegos decidió no hablar de los Juegos. Poner en silencio los requerimientos y esperar, con mesura, tener cumplida su máxima. Así se mueve. Con tranquilidad, pero con la vara tan alta como las marcas en la jirafa. Por eso, aún chiquito, no le alcanzó con ser un buen arquero de inferiores, sino que tuvo su propio entrenador de arqueros personal. Con él no volaba de palo a palo sino entre árboles del Parque Scalabrini Ortiz, feliz y con la sonrisa de oreja a oreja cuando se subía a la bicicleta del profe que pasaba a buscarlo. Entonces, tiempo después, empezó el derrotero familiar. Ir de acá para allá, detrás de los pasos del Nico futbolista que jugaba en Malvinas pero también en Unión Americana. La idea era que no sólo se endulzara con los triunfos en Newell’s, sino que conociera otras realidades para también saber convivir con la derrota.
Pero en un tiempo, no tan lejano a ese, algunas desilusiones empezaron a llegar a su vida de deportista. Siendo aún un nene fue viendo cosas que no le gustaban, a notar manejes que no le interesaban, a enterarse que tal vez algunas oportunidades no se le daban no por rendimiento deportivo sino por decisiones de adultos con otros intereses. Transcurrió un tiempo más intentando sortear ese trago. Paralelamente pasó un día, dos, tres, muchos, en que el nene alto de 12 años le pidió al entrenador de vóley José Luis Pecce que lo deje jugar. “Dale, José, un ratito”, rogaba. Pecce, convencido de que era grande pero chico, le respondía que “no”. Eran los tiempos en que Nico, antes de ir a jugar al fútbol le hacía el aguante a su viejo que jugaba recreativo de adultos en Sonder. Eran los tiempos en que Nico aguardaba vestido de arquero en un costado.
Hasta que un día le guiñaron un ojo, se sacó los botines y entró. Jugó como los grandes. Se sintió grande, volando de lado a lado pero ahora metiéndose debajo de pelotas que venían a toda velocidad. No tenía miedo y ese fue el mejor indicio. Así que, cuando la familia decidió que no jugaría más al fútbol por ese sufrimiento que se había hecho un tanto sostenido, el vóley paleó la tristeza. ¿Qué hacer? Pecce supo qué hacer. Vio triste a Nicolás, lo llevó a caminar un rato y para cuando volvieron a la casa de Nico, no sólo que el semblante era otro sino que había una decisión tomada: iba a ser voleibolista.
Cuando el talento y sobre todo el trabajo y el sacrificio son una constante, como es el caso de Nico, quien no descansa en ninguna virtud sino en la idea de mejorar cada día, aparecen las oportunidades. Y también las etapas que se queman o se precipitan. Por eso a él le llegaron rápidas convocatorias a selecciones locales y luego menores de Argentina. Pero cuando eso sucedió también se fue dando cuenta de otra cosa: no quería estar lejos de Rosario, no quería tener que irse a vivir a otro lado, no quería no estar en casa. Fueron los años de sus primeras decisiones fuertes, marcándole cierto rumbo a su destino. Por eso cuando lo llamaron para proponerle jugar al beach volley, seducidos por su altura y movilidad, tomó el desafío. Aunque puso una condición: no iba a irse a vivir a Mar del Plata donde está el centro de alto rendimiento de la selección, sino que seguiría mayormente en Rosario. Hoy, de hecho, La Florida es el centro de alto rendimiento local y en eso mucho tiene que ver con que Nicolás forme junto a Julián Azaad la dupla Nº 1 del país.
Los primeros tiempos en el beach volley significaron dos cosas: lidiar con los prejuicios de que era un deporte para los “fracasados” del vóley indoor y terminar de enamorarse de una disciplina a la que ya había empezado a tomarle el gustito en torneos menores. Para entonces ya rondaba los 19 años y definitivamente ya no quiso cambiar esa sensación de libertad y plenitud que le da jugar al aire libre, cerca del agua. Se convenció: por ahí estaba el asunto. De hecho su hermano Tomy hoy sigue sus pasos. Ian Mehamed fue la primera pareja de Nicolás en la búsqueda de grandes objetivos y Julián Azaad lo es hoy. Los Juegos de Río de Janeiro de 2016 y un intento de clasificación previa que en realidad era una lejana chance, le hicieron picar el “bichito” del sueño olímpico. Desde el 23 de julio ese anhelo será una realidad de la mano de este nene grande que aún en la arena sigue volando como bajo el arco, de punta a punta, y se sabe merecedor de un premio que respondió a la manera en que se toma cada cosa que hace. Pleno. Son 26 años y 2.02 metros de convicción. Alto, grande. Como previó el pediatra.
Fuente-ovacion02