El clásico refleja a los rosarinos tal cual somos. El megapartido que protagonizan Central y Newell’s es fabuloso desde lo pasional, conserva historias de goles emblemáticos que ingresaron para siempre en la memoria colectiva y a casi ninguno de los mortales por estos lares le resulta indiferente. Esta devoción por el fútbol es una marca registrada de los rosarinos y rosarinas.
Es tan icónico, característico y representativo desde lo simbólico como el mismo Monumento a la Bandera. Pero todo lo fantástico del derby tiene una contracara muy pesada y que conspira contra sí mismo. Porque el clásico desde hace varias décadas comenzó a convivir con la intolerancia absoluta hacia el hincha de la otra camiseta, con las mezquindades que muchas dirigencias (no todas) sacaron a relucir y con el miedo pavoroso a perder.
Incluso, ya cruzando el límite de lo racional, hubo agresiones despiadadas que llegaron hasta costar vidas en los festejos posteriores. En 2013 el empresario Guillermo Tofoni se arrepintió de organizar el derby de verano y lanzó una frase contundente: “Es más fácil organizar un Argentina-Inglaterra en las Islas Malvinas”. Ahora en tiempos de pandemia todo es más cuesta arriba. La aglomeración de hinchas en algún festejo sería un grave riesgo sanitario para todos. Por ello hoy la ciudad debería dar una muestra de madurez para “cuidar” al clásico. ¿Se podrá? Depende de todos que sea una fiesta y no un papelón.
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